Por Xavier Padilla
¿Naciste en Venezuela? Entonces es seguro que fuiste arrullado por el mito fundador de la independencia. Durante dos siglos se nos ha enseñado, desde la más tierna infancia, a venerar a «nuestro Padre Libertador».
Tu primer desayuno: que fuiste liberado. Comienzas a tomar notas en tu cuaderno.
Deducción subsiguiente de cualquier niño: «Entonces quiere decir que antes no éramos libres; estábamos ocupados». Pero hay más…
Según la descripción que se te da del ocupante, deduces que representaba lo peor de Europa; que era un cerdo cruel y sanguinario.
Luego, te das cuenta de que hablamos su lengua, y de que incluso llevamos su sangre…
Nueva deducción: «No sólo nos invadió físicamente, sino también biológicamente».
En resumen, nos sometió, se apoderó del país, exterminó a sus habitantes originarios (los indios) y violó a sus mujeres.
Tu siguiente descubrimiento es una consecuencia dramáticamente lógica: «Nosotros mismos debemos ser, entonces, bastardos (bastardos liberados, claro, pero bastardos al fin); hijos de una violación».
Ante tal filiación, ¿qué hacer? Silencio sepulcral.
Con ella, lo que se hace con cualquier estigma o trauma. El niño procede a enterrarla, a esconderla en el subconsciente. La deja en el subsuelo, destino natural de todo lo incómodo.
Pero todo baúl del olvido es un futuro latente…
El joven crece en la inseguridad. Cultiva en las sombras un complejo de inferioridad.
Pero dispone de un recurso compensatorio: el héroe, el Padre Libertador. Todo un regalo providencial, más que suficiente para forjar en cualquiera alguna auto estima.
Pero esta es una de tipo paliativa. Un parche.
He aquí el problema que ignora: si esto le proporciona cierto orgullo, se trata de una estima de sí mismo basada en el resentimiento, que en sí es la fórmula misma de la arrogancia.
Este Padre Libertador no es cualquiera, no se limita a reemplazar al padre violador (el español): es además un héroe. Uno vengador y triunfal.
De hecho, este Padre ahora se escribe en el país con mayúscula. Su nombre monopoliza todo lo prestigioso. Es un nombre que debe estar presente en todas partes, para que enmascare y remiende, con orgullo y pretensión, una cicatriz. Una condición víctima. De inferioridad. Pero de una inferioridad aprendida.
Hey, ¿por qué aprendida?
Porque ese pasado repugnante nunca existió realmente.
Aquí llegamos al crucial detalle que lo cambia todo: esa condición de inferioridad nunca fue una verdad histórica, sino una invención total. Una fabricación destinada a justificar la supuesta independencia lograda.
La realidad es que no hubo invasión, cautiverio, violación, opresión; por lo tanto, no hay ninguna razón para estigmas, vergüenzas, represalias, marmóreos héroes, supuestos libertadores, ni hijos redimidos, arrogantes, prepotentes.
«Somos hijos de libertadores», así han aprendido los venezolanos a considerarse normalmente. Mientras que nada de lo que se les dijo por dos siglos —para construir un país— existió realmente.
El español violador y sanguinario nunca existió. No hubo invasor, porque ni siquiera había un país. No había un «nosotros». No había otra lengua común, otra única religión, ni nada de lo que define a una nación.
No había uniformidad continental, mucho menos coexistencia en la diversidad. Había, eso sí, guerra intensa, ínter-exterminio, supervivencia en ese «Paraíso» que los españoles conocieron al llegar.
El Nuevo Mundo que surgió de tal encuentro es nada más ni menos que una síntesis hemisférica pacificadora, lograda por los pueblos indígenas a través de España, sin la cual muchos de ellos habrían desaparecido bajo los estragos quasi maltusianos de la antropofagia común y de la industria sistemática del sacrificio religioso.
Pero una vez alcanzado, después de tres siglos, el equilibrio, el mundo exterior al imperio español se unió para desintegrarlo, y lo consiguió. Para ello recurrió a la propaganda difamatoria y a la corrupción de las clases dominantes de las provincias americanas, donde algunos jóvenes ambiciosos llevaron a cabo eficazmente esta tarea culturicida, que constituye la primera y verdadera colonización en el lugar.
Ahora sí había una lengua, una nación (extensísima), una cultura, un proyecto unitario, un imperio; en suma, un futuro que dominar, explotar, someter, «dependizar».
La primera colonización le llegó al continente con su llamada «independencia», con su «descolonización». Su amo y señor: el mundo anglosajón.
Contrariamente a las recetas historicistas en boga, no es cierto que los imperios siempre se derrumban desde dentro, también pueden ser infiltrados y envenenados. Para ello, las potencias rivales de España encontraron en Venezuela al mejor de los traidores, un joven cuya perseverancia sólo era igualada por su crueldad, dotado de tanta habilidad para maniobrar como para manipular, ávido de gloria y poder, animado por un odio sin precedentes hacia todo lo que escapaba a su control. Lo demostró así desde el poder y en su conquista de este.
¿Provenía en parte su delirio de grandeza del hecho de que sólo medía 1,62 metros y pesaba 40 kilos? ¿Del hecho de que su rica familia había fracasado varias veces en adquirir un título de nobleza? ¿O de la brevedad de su matrimonio con una marquesa que sólo lo elevó socialmente por ocho meses? La historia de su crueldad nos invita a considerar todo esto, desde su ejecución de 2.400 prisioneros españoles y canarios, y su masacre de tres docenas de sacerdotes en Angostura, hasta su exterminio de la población indígena de Pasto.
Criollo incomprensible, destructor de mundos en progreso, fue el Padre del terror y de los errores republicanos, no del verdadero venezolano, que es hispánico y no es inferior ni bastardo, contrario a lo que la república y su historia oficial bolivarista introduce en el subconsciente de un niño.
Bolívar fue un vengador auto inventado y auto invitado, su legado es un complejo psicosocial artificial, un resentimiento aprendido, falso, innecesario.
X. P.