sábado, 5 de abril de 2025

PADRE DEL TERROR, VENGADOR AUTO INVENTADO



PADRE DEL TERROR, VENGADOR AUTO INVENTADO

Por Xavier Padilla 


¿Naciste en Venezuela? Entonces es seguro que fuiste arrullado por el mito fundador de la independencia. Durante dos siglos se nos ha enseñado, desde la más tierna infancia, a venerar a «nuestro Padre Libertador».

    Tu primer desayuno: que fuiste liberado. Comienzas a tomar notas en tu cuaderno. 

    Deducción subsiguiente de cualquier niño: «Entonces quiere decir que antes no éramos libres; estábamos ocupados». Pero hay más…

    Según la descripción que se te da del ocupante, deduces que representaba lo peor de Europa; que era un cerdo cruel y sanguinario.

    Luego, te das cuenta de que hablamos su lengua, y de que incluso llevamos su sangre…

    Nueva deducción: «No sólo nos invadió físicamente, sino también biológicamente».

    En resumen, nos sometió, se apoderó del país, exterminó a sus habitantes originarios (los indios) y violó a sus mujeres.

    Tu siguiente descubrimiento es una consecuencia dramáticamente lógica: «Nosotros mismos debemos ser, entonces, bastardos (bastardos liberados, claro, pero bastardos al fin); hijos de una violación».

    Ante tal filiación, ¿qué hacer? Silencio sepulcral.


    Con ella, lo que se hace con cualquier estigma o trauma. El niño procede a enterrarla, a esconderla en el subconsciente. La deja en el subsuelo, destino natural de todo lo incómodo.


    Pero todo baúl del olvido es un futuro latente…


    El joven crece en la inseguridad. Cultiva en las sombras un complejo de inferioridad.


    Pero dispone de un recurso compensatorio: el héroe, el Padre Libertador. Todo un regalo providencial, más que suficiente para forjar en cualquiera alguna auto estima.


    Pero esta es una de tipo paliativa. Un parche.


    He aquí el problema que ignora: si esto le proporciona cierto orgullo, se trata de una estima de sí mismo basada en el resentimiento, que en sí es la fórmula misma de la arrogancia.


    Este Padre Libertador no es cualquiera, no se limita a reemplazar al padre violador (el español): es además un héroe. Uno vengador y triunfal.


    De hecho, este Padre ahora se escribe en el país con mayúscula. Su nombre monopoliza todo lo prestigioso. Es un nombre que debe estar presente en todas partes, para que enmascare y remiende, con orgullo y pretensión, una cicatriz. Una condición víctima. De inferioridad. Pero de una inferioridad aprendida.


    Hey, ¿por qué aprendida?


    Porque ese pasado repugnante nunca existió realmente.


    Aquí llegamos al crucial detalle que lo cambia todo: esa condición de inferioridad nunca fue una verdad histórica, sino una invención total. Una fabricación destinada a justificar la supuesta independencia lograda.


    La realidad es que no hubo invasión, cautiverio, violación, opresión; por lo tanto, no hay ninguna razón para estigmas, vergüenzas, represalias, marmóreos héroes, supuestos libertadores, ni hijos redimidos, arrogantes, prepotentes.


    «Somos hijos de libertadores», así han aprendido los venezolanos a considerarse normalmente. Mientras que nada de lo que se les dijo por dos siglos —para construir un país— existió realmente.


    El español violador y sanguinario nunca existió. No hubo invasor, porque ni siquiera había un país. No había un «nosotros». No había otra lengua común, otra única religión, ni nada de lo que define a una nación.


    No había uniformidad continental, mucho menos coexistencia en la diversidad. Había, eso sí, guerra intensa, ínter-exterminio, supervivencia en ese «Paraíso» que los españoles conocieron al llegar.


    El Nuevo Mundo que surgió de tal encuentro es nada más ni menos que una síntesis hemisférica pacificadora, lograda por los pueblos indígenas a través de España, sin la cual muchos de ellos habrían desaparecido bajo los estragos quasi maltusianos de la antropofagia común y de la industria sistemática del sacrificio religioso.


    Pero una vez alcanzado, después de tres siglos, el equilibrio, el mundo exterior al imperio español se unió para desintegrarlo, y lo consiguió. Para ello recurrió a la propaganda difamatoria y a la corrupción de las clases dominantes de las provincias americanas, donde algunos jóvenes ambiciosos llevaron a cabo eficazmente esta tarea culturicida, que constituye la primera y verdadera colonización en el lugar.


    Ahora sí había una lengua, una nación (extensísima), una cultura, un proyecto unitario, un imperio; en suma, un futuro que dominar, explotar, someter, «dependizar».


La primera colonización le llegó al continente con su llamada «independencia», con su «descolonización». Su amo y señor: el mundo anglosajón.


    Contrariamente a las recetas historicistas en boga, no es cierto que los imperios siempre se derrumban desde dentro, también pueden ser infiltrados y envenenados. Para ello, las potencias rivales de España encontraron en Venezuela al mejor de los traidores, un joven cuya perseverancia sólo era igualada por su crueldad, dotado de tanta habilidad para maniobrar como para manipular, ávido de gloria y poder, animado por un odio sin precedentes hacia todo lo que escapaba a su control. Lo demostró así desde el poder y en su conquista de este.


    ¿Provenía en parte su delirio de grandeza del hecho de que sólo medía 1,62 metros y pesaba 40 kilos? ¿Del hecho de que su rica familia había fracasado varias veces en adquirir un título de nobleza? ¿O de la brevedad de su matrimonio con una marquesa que sólo lo elevó socialmente por ocho meses? La historia de su crueldad nos invita a considerar todo esto, desde su ejecución de 2.400 prisioneros españoles y canarios, y su masacre de tres docenas de sacerdotes en Angostura, hasta su exterminio de la población indígena de Pasto.


    Criollo incomprensible, destructor de mundos en progreso, fue el Padre del terror y de los errores republicanos, no del verdadero venezolano, que es hispánico y no es inferior ni bastardo, contrario a lo que la república y su historia oficial bolivarista introduce en el subconsciente de un niño.


    Bolívar fue un vengador auto inventado y auto invitado, su legado es un complejo psicosocial artificial, un resentimiento aprendido, falso, innecesario.


X. P.

sábado, 24 de agosto de 2024

VENEZUELA: DE ESPLENDOROSA PROVINCIA ESPAÑOLA A SUPUESTA VÍCTIMA EX-COLONIAL

Por Xavier Padilla 


Hasta comienzos del siglo XIX, Venezuela fue una provincia española próspera y decente, parte integral del vasto imperio español. Lejos de ser una colonia discriminada, explotada y oprimida, como la historiografía oficial pretende, Venezuela tenía un estatus de provincia y había florecido bajo el amparo de las políticas desarrollistas de la Corona. Esto no se enseña en ninguna parte, ningún sistema educativo lo promueve. En los años previos a la «Revolución de Independencia», el libre comercio de los puertos decretado por el rey Carlos III le había permitido a Venezuela triplicar tanto su población como su economía.

    Contrariamente a la narrativa oficial, que enaltece la gesta independentista como una lucha necesaria contra la opresión colonial, la provincia de Venezuela creció y prosperó económica y culturalmente mucho más que en su período republicano ulterior. Fue precisamente la «independencia», liderada por una élite criolla ambiciosa y oportunista, lo que significó para la mayoría la ruina de una tierra que había sido descrita por Humboldt, apenas diez años antes, en 1800, como «la región más próspera y apacible del planeta».

    El movimiento independentista americano no fue un clamor popular, fue una conspiración secesionista liderada en distintas provincias ultramarinas por figuras como Bolívar, O’Higgins y San Martín, quienes negociaron las riquezas del continente con potencias extranjeras rivales de España, especialmente con Gran Bretaña. Estos caudillos criollos, ni de lejos representantes de la mayoría de la población americana, de hecho tuvieron que apoyarse enteramente en ejércitos mercenarios contratados en el extranjero para luchar contra una sociedad local que permanecía leal a la Corona. Esta extensísima sociedad ultramarina realista, compuesta por todas las clases, incluidas la indígena y la esclava, no sólo veía en la monarquía española una representación históricamente legítima y fundacional, sino una fuente de protección y estabilidad futuras.

    En aquellos tiempos, todos los habitantes de Venezuela, sin importar su origen étnico, se consideraban españoles. No confundamos esta identidad nacional con su diferencia intrínseca de clases, que era por entonces el paradigma universal, la norma societal vigente en el mundo. En Venezuela, el sentido de pertenencia a la nación española era tan mayoritariamente común como natural, y, al igual que otras espontáneas expresiones anteriores de lealtad, esta misma manifestación popular de pertenencia volvió a reflejarse en la participación voluntaria de todos los estratos sociales en las filas de la resistencia realista, incluyendo a negros e indígenas. Estos grupos étnicos también se enlistaron voluntariamente en los ejércitos reales, que eran los que representaban las leyes protectoras de sus derechos sociales. Derechos bien definidos y contemplados en las Leyes de Indias. Aparte de una extensa lista de deberes de manutención asignados al «amo» contemplados en ellas, cuyo incumplimiento era reprendido severamente, en la monarquía española los esclavos podían comprar su libertad y ser tratados como vasallos con plenos derechos, a condición de asumir responsablemente el estatus de autónomos (libertos). Los indígenas, por su parte, gozaban también de una legislación proteccionista especial que les aseguraba tanto su libertad como la propiedad de sus tierras.

    La independencia no trajo consigo la libertad sino el caos. La Venezuela que emergió de las guerras independentistas salió de ellas como una tierra devastada, marcada por la violencia, la expropiación y el saqueo. Las élites, que asumieron el poder de facto, se embarcaron de inmediato y sin interrupción en disputas intestinas que prolongaron durante décadas el pillaje y la miseria. Muy pronto la promesa de un nuevo comienzo incluso dejó de mencionarse.

    Con la destrucción del antiguo orden (por la cual pereció un tercio de la población venezolana y otro tercio emigró por su vida), los revolucionarios se encargaron también de borrar la memoria histórica. La propaganda anti-española, difundida simultáneamente tanto en Europa como en Hispanoamérica, sirvió para reescribir el pasado y justificar la «revolución». En adelante, España fue presentada ante el mundo como el fracaso de una potencia atrasada, explotadora, cruel y sanguinaria, no como la autora de un emprendimiento realmente épico que había cambiado al mundo, dándole entre otras cosas su redondez escondida. Esta manipulación posterior de la historia también sepultó la memoria de una fundamental y voluntaria participación indígena en la construcción del Nuevo Mundo.

    El legado de la independencia en Venezuela es un falso decorado de figuras maquilladas. Los venezolanos no contamos con una identidad hecha de realidades históricas sino de símbolos forjados. No en balde las repúblicas que surgieron en América tras la disolución del imperio español fueron incapaces de replicar la prosperidad y la estabilidad de su era provincial anterior. El continente quedó fragmentado en una serie de Estados rivales, débiles, empobrecidos y endeudados bajo la nueva hegemonía económico-cultural anglosajona, facilitada notablemente por Bolívar. La primera entidad bancaria fundada en Venezuela después de la «independencia» fue el «Banco Colonial Británico», en julio de 1839, esto es, dos años antes que el «Banco Nacional Venezolano». A buen entendedor…

    Posteriormente, el siglo XX trajo a Venezuela oportunidades de prosperidad, pero totalmente inconexas con su pasado «revolucionario». Entre ellas la riqueza petrolera que prometía, cual obra providencial, redimir el pasado y construir un futuro de abundancia. Pero dicha riqueza fácil, caída en manos de un oportunismo atávico, propio de aquella misma élite secesionista del siglo precedente, sólo consiguió con dicho rubro redentor exacerbar los problemas del nuevo país, perpetuando la corrupción y la desigualdad. Los famosos «40 años de democracia», hoy celebrados ingenuamente como una época de progreso, en realidad fueron apenas un breve respiro dentro de la ya larga historia de corrupción y despilfarro republicanos. Habida cuenta de lo detentado ahora por gracia natural, y de los sacrificios padecidos, la población no merecía que dicho período fuera tan efímero. Pero la fuerza de los símbolos, especialmente los erigidos sobre bases históricamente falsas, no es realmente verdadera y no da para construir nada sobre sus hombros; la solidez de una cultura emprendedora, como la prevaleciente durante el período provincial, es irremplazable, y con la llamada «revolución» libertadora la perdimos un siglo y medio antes.

    La historia de Venezuela, desde su «independencia» hasta el presente, es en gran medida una historia de oportunidades perdidas como país, de «viveza criolla» (oportunismo) e indolencia continuada. Se trata de una tendencia idiosincrática a la auto depredación. Todo ello es un subproducto republicano. La libertad es algo más profundo y complejo que un simple arrebato, que un «hacerse con el poder». Nuestra «independencia», que debía traernos libertad y prosperidad, sólo trajo división y ruina.

    Así, no hay nada de qué sorprenderse ante la emergencia dos siglos más tarde de una brutal tiranía como la chavista. Es esto, nada más ni menos, lo que traen precisamente todos los falsos relatos liberticidas, los mismos que se imponen por la fuerza cuando nada de lo que reivindican realmente falta —por bellas y progresistas que parezcan las cartas históricas conservadas—.

    Es así como en nuestro caso sus autores se dieron a la tarea de inventar lo que no faltaba. Bolívar fue, prácticamente solo, quien inventó con su retórica y sus actos que éramos una colonia en vez de una provincia, es decir, quien decretó y quiso probar que existía lo inexistente (la colonia), y quien, para que lo existente (la provincia) no existiera, lo aniquiló. Decidió el lanzamiento de esta guerra civil inventándola de la nada y llamándola por otro nombre. Luego de un buen primer fracaso militar contra un orden popular eminentemente realista, que le salió al paso y lo obligó a huir por mar, regresó por occidente convertido en un Atila psicótico, poseído por la visión mental de una colonia inexistente, decidido a crearla en el acto mismo de aniquilarla. A falta de monstruos contra quienes aplicar su terror jacobino, robesperiano, fue inventándolos a su paso. En 1813, a su llegada a Caracas, escribió: «…marché sin detenerme por las ciudades y pueblos de Tocuyito, Valencia, Guayos, Guacara, San Joaquín, Maracay, Turmero, San Mateo y La Victoria, donde todos los europeos y canarios casi sin excepción, han sido pasados por las armas». Así lo confesó con orgullo neronino en carta al separatista Congreso de la Nueva Granada.

    En términos generales, durante nuestra decente provincia española, sin ser perfecta ni idealizable, no faltaba unión, prosperidad ni libertad. La presente tiranía, cuyo derrocamiento es inexorablemente necesario, debería servirnos como ejemplo a todos los venezolanos para entender las trágicas consecuencias que cualquier falsa historia oficial depara indistintamente en una sociedad. Nos urge entender que esta abominación chavista surgió de una Venezuela a la que se le vendió desde su fundación republicana un relato antiimperialista, cuando ella misma había sido en tanto que provincia una de las mejores obras imperiales de un reino generador y emprendedor, como el español.

    El régimen chavista es un burdo coletazo de la tiranía bolivarista, que hace dos siglos decidió unilateralmente, sin consenso social alguno, arrancarnos por la fuerza de España. Así, nuestra decorosa provincia fue arrasada y mal reconstruida a duras penas al calor de guerras intestinas caudillistas, siempre bajo el yugo balcanizante de la deuda británica, cual una republiqueta entre veinte, con pies de barro y normalizada en la leyenda negra antiespañola, condenada a practicar la amnesia de su irreversible error «independentista».


X. P.

viernes, 1 de marzo de 2024

Todo ex-país deviene quincalla



Por Xavier Padilla 

¿A que es cierto que al oír la palabra «independencia» los venezolanos pensamos en «yugo» y en «cruel imperio español»? Haber usado «independencia» en vez de «secesión» fue para los vencedores de aquella hecatombe triunfar también en el plano de la propaganda. Decir la verdad, que era una «guerra civil» (auspiciada además por Gran Bretaña), era perder el país. Había, pues, que llamarla «independencia».

    Estos jóvenes ricos y privilegiados de la oligarquía mantuana, a quienes el ocio de sus vidas mundanas y afrancesadas les imponía una revolución contra el aburrimiento, estuvieron así obligados a mentir no sólo para montar aquella guerra, sino acerca de qué tipo de guerra fue la que luego ganaron: no una civil, sino una asistida de principio a fin por potencias extranjeras. Para montarla, pieza por pieza, primero se escondieron detrás de una falsa defensa del Rey Fernando VII, cautivo por Napoleón, pasando enseguida, sin rubor, y a punta de sofismas históricos, a una ofensiva incomprensible contra la Corona; ofensiva liderada desaforadamente por un joven Bolívar fuera de sí, resentido hasta el paroxismo, basada en falsas reivindicaciones, totalmente ficticias y negro legendarias, alegando una letanía de supuestas discriminaciones de las que él mismo era un desmentido encarnado. Luego, ya entrada la guerra, resulta que esta era entonces contra un extranjero invasor, contra un intruso (¡España!), no contra sus propios paisanos caraqueños, venezolanos, que defendían a su Rey, a su Corona.

    Al final de la guerra, tras el triunfo de esta revolución importada, aun menos iban a llamarla los conjurados una guerra interna entre separatistas y unitaristas. Ya, como toda farsa, desde el comienzo le habían cambiado el nombre. Fue Bolívar, prácticamente solo, quien inventó que éramos una colonia en vez de una provincia, es decir, quien decretó que existía lo inexistente (la colonia) y quien, para que lo existente (la provincia) no existiera, la aniquiló. Decidió el lanzamiento de esta guerra civil inventándola de la nada y llamándola por otro nombre. Luego, después de un primer y torpe fracaso militar contra el orden popular, que eminentemente realista, y que le salió al paso y lo obligó a huir por mar, regresó desde occidente convertido en un Atila demente, poseído por el espejismo de una colonia inexistente, decidido a crearla en el acto mismo de aniquilarla.

    Así, a falta de monstruos contra quienes aplicar su terror, fue inventando estos a su paso. A su llegada a Caracas escribió: «…marché sin detenerme por las ciudades y pueblos de Tocuyito, Valencia, Guayos, Guacara, San Joaquín, Maracay, Turmero, San Mateo y La Victoria, donde todos los europeos y canarios casi sin excepción, han sido pasados por las armas». Así lo confesó con orgullo neronino en carta al separatista Congreso de la Nueva Granada, el 14 de agosto de 1813. Su primer asesinato en masa de civiles, inaugurado por decreto 60 días antes de esta misiva, de la cual, valga el paréntesis, curiosamente el Archivo oficial en línea del Libertador, en manos del «gobierno», presenta una redacción distinta a la citada más arriba, de 1859, del historiador colombiano José Manuel Restrepo, quien sin duda tuvo acceso al documento original. En la bolivarista versión en línea no fotografiada sino digitalizada (documento 304, Correspondencia Oficial, período 7AGO AL 31DIC 1813) faltan las tildes arcaicas reproducidas por el historiador, y no leemos «donde todos los europeos y canarios casi sin excepción, han sido pasados por las armas», sino «donde todos los europeos y canarios MÁS CRIMINALES han sido pasados por las armas» (http://www.archivodellibertador.gob.ve/escritos/buscador/spip.php?article9861). Vaya discreta diferencia…

    Otra misteriosa particularidad en este Archivo del Libertador en manos del «gobierno» venezolano es la ausencia de la Gaceta de Caracas núm. 52, del 3 de enero de 1816, redactada por José Domingo Díaz y dedicada a Boves. Menuda y elocuente «omisión».

    El punto es que la República arrancó y se mantuvo a base de una interminable serie de invenciones y adaptaciones acomodaticias que se proyectan al infinito, burbuja dentro de la cual nosotros hemos estado viviendo por dos siglos sin saberlo (mediocrizados y engrupidos).

    ¿Luego cómo pedirle peras al olmo…? Al venezolano lo encapsularon en los conceptos de Independencia y Libertad, y luego lo obligaron a tragarse a sí mismo en esa capsulita feliz.


    Independencia y Libertad son palabras positivas, perfectas para mentir. Demasiadas generaciones ha pasado el venezolano embaucado en esta propaganda, creyendo que su país realmente fue liberado y que es la «cuna de la libertad»; que Bolívar, «El Libertador», además le transfirió una especie de pedigrí paladinesco, libertario. En consecuencia, ahí tenemos a la criatura, el venezolano, un individuo que se siente superior, sobrado. Lo hemos visto recientemente invadiendo fronteras guapetonamente, bandera en mano y sobre todo creyendo dejar el gentilicio en alto…

    A tales logros creativos de la personalidad idiosincrática llegó una propaganda que no fue lanzada en territorio baldío, sino predispuesto, con seres vegetantes plácidamente prendidos a la exuberante naturaleza del entorno, en la edénica variedad de cinco climas para el disfrute. Oh corral perfecto para la granja humana, pronto dócilmente auto convencida de pertenecer a un linaje superior. Como remate, en los años 60 y 70 del siglo XX llegaría a los venezolanos la confirmación de su origen providencial en la forma de una inaudita bonanza petrolera, con la que ningún otro país del continente podía soñar siquiera. Hete pues aquí al venezolano resumido: hijo del Libertador, dueño del Paraíso, y rico sin mover un dedo.

    «Un portento envidiable», que ya parecía felicitarse para sus adentros. No obstante, sabemos cómo terminan estos fiascos, estos paraísos huecos cuando se carece de una historia real que sustente el discurso aprendido, y donde las bases culturales para enfrentar las circunstancias brillan por su ausencia. Terminan indefectiblemente en un desastre como el presente, en que todo está apoyado únicamente en propaganda y falsa academia.

    Nuestro pillaje original, es y ha sido nuestra única escuela. El modelo histórico reciente y empírico de nuestra naturaleza. No otro ha sido el ejemplo recibido en doscientos años, sino esta cultura caudillesca: saqueo, expropiación, despilfarro. No iba a convertirse luego por arte de magia, de la noche a la mañana, en otra cultura distinta frente a la citada bonanza. El país se vino abajo con una rapidez prodigiosa, proporcional a la viveza criolla «independentista», «libertadora». Quedamos en bandeja de plata para la depredocracia socialista y sus caudillos de la venganza, que venían calentando los motores de sus podadoras humanitarias y entraron al rescate del pueblo (su manjar) a la hora H ataviados con los símbolos inagotables del mismísimo republicanismo bolivarista inicial.


    A estos símbolos una sociedad pre-condicionada para el adulamiento los esperaba con los brazos abiertos. Henos pues de lleno en la dimensión del eterno retorno de las taras adultas, nivel autónomo, soberano. Los triunfos revolucionarios comienzan siempre por una repartición de gratuidades, el resto del decorado lo completa la sensiblería patria y libertaria, basada nuevamente en nada real. El ex-país deviene quincalla.


    Pero entonces explota la realidad. Y el enfermo no mejora, su reacción es hacer un comercio del infortunio. Surgen las campañas plañideras. Otros hacen sus agostos convirtiendo la desgracia en auto promoción artística; algunos hasta ofrecen servicios jurídicos fraudulentos al emigrante.


    Y es que la viveza criolla trasciende siglos y diásporas. Es la misma viveza criolla de los criollos separatistas de 1810, con la cual se fundó Venezuela en República por fuerza y exterminio. Ya un tercio de la población pereció, mientras que otro huyó por su vida. Ambos expelidos por una viveza congénita que luego se hizo monumento auto blanqueado en perfiles de próceres romanizados, en mármoles encargados a París y Florencia, en mitología épica oficialista, en educación histórica artificiosamente pétrea.


    Pero el tamaño de la farsa se mide por el presente. El fiasco comenzó en el siglo XIX con el oportunismo de una minoría hacendada, megalómana, privilegiada, contrabandista, esclavista, afrancesada. Esclavista. En el caso de Bolívar, resentida.

    Un antiimperialismo por teoría, un desastre parricida por práctica. Una revolución llegada al poder para no hacer otra cosa con él… que nada. Una letanía destructora, grandilocuente, pero auto excusatoria, victimista. Justo como la chavista del presente. Los mismos efectos, por las mismas causas.


    ¿No se necesita como mínimo una sociedad consciente?


    Cómo duelen los venezolanos, no están equipados para entender el universo ficcional en que fueron moldeados. La ignorancia en que han flotado por generaciones al margen de la realidad histórica los trasciende.


    ¿Cómo van a rebelarse, sin volver a ser recuperados por los mismos de siempre? Con esa gigante muralla simbólica de la independencia que ellos mismos proyectan al levantarse, y que antes de pestañear los separa de España, no hay paso posible hacia la hispanidad, acercamiento viable hacia la fuerza real que les dio el ser.


    Ningún contacto con su identidad profunda, constructora de mundos sin precedentes, fértil por sus propios méritos, no por bonanzas caídas del cielo, aun menos por salvadores improvisados en sustitución de la Cruz de Borgoña.


    Hay que sacar pues al intruso interior, ese intermediario hacia la nada…


    Menuda tarea en tan adverso, hostil y quasi amazónico follón.


    Demasiada empresa, ciertamente, mas no imposible para el genio español (a condición de que lo ubiquemos dentro y expulsemos al usurpador).


    Cuestión de fe y de hacer. Historia probada, con creces. Mandato isabelino, vigente…


X. P.

viernes, 17 de marzo de 2023

Malandros Finos, Privilegiados



Por Xavier Padilla 

Los «próceres» usaban un lenguaje que muchos aún no reparan en lo extremadamente demagógico (además de prestado) que era. Les venía al dedillo el delirio francés de unos Derechos del Hombre que despenalizaban el robo y convertían la revolución laica en religión de Estado (y al Estado en rebatiña); el delirio de un racionalismo al servicio de la guillotina; el de un igualitarismo que despedazaba.
    Me preguntan a menudo si Páez, a diferencia de Bolívar, era bueno. Lo siento, nadie se salva. Hay que entender que todos los que participaron de la idea de «independencia» fueron unos traidores y oportunistas que quisieron quedarse con la región y repartírsela. Mejor dicho arrebatársela entre sí como hienas ensangrentadas.

    Si a ello le llamamos independencia, entonces aplaudamos cualquier secuestro, expropiación, robo, violación y genocidio. Todo ello junto fue justamente lo que hubo en Venezuela.

    ¿Nos basta con que los «próceres» escribieran bonito? Malandros refinados, privilegiados. Olvidémonos de salvar a nadie y de ver si salvamos con alguno a la república. Todos estaban en lo mismo: la traición.
    La república simplemente no se justificaba implantarla, porque España no había significado jamás ningún yugo, ningún despotismo. Ese fue el cuento chino de ciertos mantuanos.
    El despotismo lo tenían ellos (piratas de tierra) contra sus esclavos y subordinados; un despotismo que a la primera oportunidad pusieron al servicio de sus intereses sin vacilación. El zarpazo lo dieron durante el asedio de Napoleón a la península. Algo sumamente bajo como llamarlo «gesta».
    Ya es hora de que redescubramos la verdadera historia, de que entendamos que la escrita por ellos no tiene un pelo de veracidad; que la falsa grandeza de un mito no convierte en verdad un relato inventado. Ni funda naciones verdaderas.
    A muchos les encanta acurrucar sus egos en mitos heroicos, así hayan sido impuestos por sanguinarias tiranías. Les basta, para considerarlos como verdades, que tales mentiras les enaltezcan el gentilicio. Ni hablar cuando se trata de los supuestos descendientes de estos seres semi-divinos. Comienzan a sentir dicha grandeza correr por sus venas. Adoptan un tono magnánimo, como poseídos de una personalidad trascendental. Son casos psiquiátricos. Contrariamente al proverbio bíblico, a estos descubrir la verdad ya no los salva, los mata.
    Mejor que ni se enteren de que todo comenzó en Europa; de que la mentada inmortalidad de sus ancestros viene de un asunto mucho más pedestre; que la susodicha gloria en realidad bajó desde Gran Bretaña, Holanda, Francia y Alemania por los puentes de la masonería y el protestantismo. Un verdadero elixir de cloacas. De conflagración geopolítica extranjera. Muy variopinta y nada pintoresca.
    «Próceres» cipayos locales promovidos desde otras tierras. ¿Sus estatuas en el viejo continente? Ahí las tenemos, eran una promesa. Mirarlas nos hace creerlas.
    Neo-iluminados de la selva, suerte de pre-pagos aspirantes a europeos. ¿No había ya susurrado un influencer de la época al oído de un niño rico (cuya arrogancia no le cabía en el pecho): «Hispanoamérica ya está lista para la libertad»?
    Dandis ultramarinos que apenas machucaban el inglés y el francés, pero que hablaban bellamente en sus cartas y proclamas la lengua cervantina, mientras perpetraban sus genocidios fraticidas y parricidas, hoy llamados hazañas.
    A muchos ahora, repito, les basta la pomposidad de tales documentos. No captan la demagogia de sus frases, meros parches para tapar atrocidades. Nuestra república no es el resultado de una gesta gloriosa independentista, sino de una vergonzosa conspiración separatista. Nació por violación y somos, por ende, un país bastardo e inventado a cuya población sobreviviente se le practicó una amputación total de la memoria y se le implantó otra. Por eso no sabemos quienes somos.
    Nos cambiaron nuestro origen provincial hispanoamericano (junto con lo importante que ello era en el mundo) por una falsa historia de mancillada y atrasada colonia española. Inferiorizados, quedamos optimizados para la nueva hegemonía anglosajona.
    Pero éramos provincia, no colonia, y cada provincia era, ella misma, España, es decir una versión de aquella nación imperial y múltiple, virreinal y diversa, la más novedosa y próspera del planeta.
    Por definición había más novedad en el Nuevo Mundo que en el viejo. La metrópolis estaba más interesada en el desarrollo de esta novedad allende el Atlántico que en el rancio revanchismo europeo, sobre todo el de los auto iluminados decimonónicos en desespero. Esto a la Corona no le interesaba para nada, llevaba tres siglos construyéndose otro universo nuevo, con éxito.
    Pero llegó el horror, nuestro continente quedó arrasado, desmembrado tras las guerras. Venezuela perdió un tercio de su población, los «patriotas» saquearon hasta las iglesias. Bolívar mismo asesinó a un montón de curas en Angostura, sus tropas violaron, saquearon, quemaron en toda la región templos con gente dentro. En cuatro días exterminó a 2.400 prisioneros civiles a machetazos y en hogueras. Porque no sólo había importado para su personal guerra la casi totalidad de sus tropas, sino también —y sobre todo— la ideología de la revolución francesa, el terror de Marat, el infernal Comité de Seguridad (el mismo que había ordenado quince años antes el exterminio de la Vendée y que sin duda también inspiró a Bolívar el ordenar el de Pasto). Leamos el parte de guerra del general francés Westermann a dicho Comité:
    «No hay más Vendée, ciudadanos republicanos. Ella murió bajo nuestra espada libre, con sus esposas e hijos. La acabo de enterrar en los pantanos y bosques de Savenay. Siguiendo las órdenes que me diste, aplasté a los niños bajo los cascos de los caballos, masacré a las mujeres que, al menos ellas, ya no darán a luz a bandoleros. No tengo un prisionero que recriminarme. Lo borré todo. Un líder de los bandoleros, llamado Désigny, fue asesinado por un sargento. Todos mis húsares tienen jirones de estandartes de bandoleros en las colas de sus caballos. Los caminos están sembrados de cadáveres. Son tantos que, en varios lugares, forman pirámides. Hay fusilamientos constantes en Savenay, porque a cada momento hay bandoleros que pretenden hacerse prisioneros. Kléber y Marceau no están. No hacemos prisioneros, porque habría que darles el pan de la libertad y la piedad no es revolucionaria».
    ¿Se entiende entonces que el salvajismo de Boves tal vez no era gratuito? Lo precedía el Decreto de Guerra a Muerte. ¿No había dicho ya Bolívar sin rubor alguno: «Después de la batalla campal de Tinaquillo [del 31 de julio 1813] marché sin detenerme por las ciudades y pueblos de Tocuyito, Valencia, Guayos, Guacara, San Joaquín, Maracay, Turmero, San Mateo y La Victoria, donde todos los europeos y canarios casi sin excepción han sido pasados por las armas»?
    Pero la sanguinaria, claro, era España, la de sus abuelos…
    Bolívar hizo triunfar por las armas la leyenda negra anti española, no la libertad, y a su «independencia» lógicamente sólo pudieron seguirle cien años de guerras intestinas por el poder. Y luego otros cien de corrupción.
    Henos, pues, como sólo podíamos estar.

¿Qué nos sorprende?

X. P.

sábado, 24 de diciembre de 2022

La Navidad Negra de Pasto


Por Xavier Padilla 

Hace exactamente 200 años, la ciudad de San Juan de Pasto, en Colombia, fue arrasada junto con su población, que era mayormente mestiza y realista, por órdenes de Simón Bolívar. Es el abominable hecho conocido como la «NAVIDAD NEGRA».

    Sucre fue su encargado para realizar este genocidio, una de las mayores atrocidades de la «independencia» que la historiografía bolivarista se ha encargado de borrar. Como era su costumbre, Bolívar daba órdenes y se mantenía a salvo en la retaguardia, enviando a subalternos a la acción. Pero en este caso, habiendo sido informado del éxito de la operación, no siguió molestándose en aparentar prisa, tomó todo su tiempo y llegó a Pasto una semana después, relajado, el 2 de enero. No hay registro de ninguna indignación por su parte ante el genocidio encontrado, todo lo contrario. Escribe a Santander: «(…) he mandado a repartir 30.000 pesos en contribuciones para el ejército (…) También he mandado a embargar los bienes de los [rebeldes pastusos sobrevivientes] que no se presentaron al tiempo señalado [para los indultos ofrecidos] (…) Yo los he mandado a perseguir por todas direcciones, mas aquí no se coge a nadie, porque todos son godos. Todo es ojos para el gobierno, y el gobierno no ve nada».

    De hecho Bolívar antes de esta masacre le había escrito a Santander: «Porque ha de saber Ud que los pastusos son los demonios más demonios que han salido de los infiernos. Los pastusos deben ser aniquilados y sus mujeres e hijos transportados a otra parte, dando aquel país a una colonia militar. De otro modo Colombia se acordará de los pastusos cuando haya el menor alboroto, aun cuando sea de aquí a cien años, porque jamás se olvidarán de nuestros estragos, aunque demasiado merecidos».

    Cuenta un testigo, el general independentista José María Obando: «No se sabe cómo pudo caber en un hombre tan moral, humano e ilustrado como el general Sucre la medida, altamente impolítica y sobremanera cruel de entregar aquella ciudad a muchos días de saqueo, de asesinatos y de cuanta iniquidad es capaz la licencia armada; las puertas de los domicilios se abrían con la explosión de los fusiles para matar al propietario, al padre, a la esposa, al hermano y hacerse dueño el brutal soldado de las propiedades, de las hijas, de las hermanas, de las esposas; hubo madre que en su despecho, salióse a la calle llevando a su hija de la mano para entregarla a un soldado blanco antes de que otro negro dispusiese de su inocencia; los templos llenos de depósitos y de refugiados fueron también asaltados y saqueados; la decencia se resiste a referir por menor tantos actos de inmoralidad».

    Por el general Daniel Florencio O’Leary, secretario privado de Simón Bolívar, sabemos que: «En la horrible matanza que siguió, soldados y paisanos, hombres y mujeres, fueron promiscuamente sacrificados».

    El doctor José Rafael Sañudo nos cuenta que: «Se entregaron los republicanos a un saqueo por tres días, y asesinatos de indefensos, robos y otros desmanes hasta el extremo de destruir como bárbaros al fin, los archivos públicos y los libros parroquiales, cegando así tan importantes fuentes históricas. La matanza de hombres, mujeres y niños se hizo aunque se acogían a los templos, y las calles quedaron cubiertas con los cadáveres de los habitantes.

    Otro doctor, Roberto Botero Saldarriaga, refiere que: «…degollaron indistintamente a los vencidos, hombres y mujeres, sobre aquellos mismos puntos que tras porfiada brega habían tomado. Al día siguiente, 400 cadáveres de los desgraciados pastusos, hombres y mujeres, abandonados en las calles y campos aledaños a la población, con los grandes ojos serenamente abiertos hacia el cielo, parecían escuchar absortos el Pax Ómnibus, que ese día del nacimiento de Jesús, entonaban los sacerdotes en los ritos de Navidad».

    El doctor Leopoldo López Álvarez nos informa que: «Ocupada la ciudad, los soldados [de Sucre] del batallón Rifles cometieron toda clase de violencias. Los mismos templos fueron campos de muerte. En la Iglesia Matriz le aplastaron la cabeza con una piedra al octogenario Galvis, y las de Santiago y San Francisco presenciaron escenas semejantes».

    Otro galeno, el doctor Ignacio Rodríguez Guerrero nos asegura que: «Nada es comparable en la historia de América, con el vandalismo, la ruina y el escarnio de lo más respetable y sagrado de la vida del hombre, a que fue sometida la ciudad el 24 de diciembre de 1822 por el batallón Rifles, como represalia de Sucre por su derrota en Taindala un mes antes, a manos del paisanaje pastuso armado de piedras, palos y escopetas de caza».

    Eran fieles a la gran España universal, y a su reino. Cabe notar que los pastusos fueron unos de los primeros en oponerse al separatismo republicano. Tan temprano como el 29 de agosto de 1809, la alcaldía de San Juan de Pasto ya había publicado un visionario comunicado que rechazaba el infame proyecto y preveía con precisión las razones de su seguro fracaso:

    «¿Con qué otros [impuestos] podrá soportar sus erogaciones la nueva soberanía? Registradlo en todas las combinaciones de vuestra discreción y no las hallaréis (…) [Los] Veréis echarse sobre las temporalidades de los regulares y venderles sus fundos, reduciéndolos a intolerable mendicidad; y últimamente: [los] veréis recargar los tributos con nuevas imposiciones que constituyan sus vasallos en desdichada esclavitud (…) Esta es la felicidad pomposa a la patria que nos proponen. Nos halagan con palabras vacías de objeto, y luego se verán en la necesidad de arrojar el rayo tempestuoso sobre los miserables que han tenido la inconsideración de someterse a su dorado veneno».

    Inútil señalar que esto fue exactamente lo que pasó con todas las repúblicas resultantes del asalto al continente por la revolución mantuano-británica. La próspera ciudad de Pasto, con su población casi enteramente indio-mestiza, fue la primera urbe realista resistente y la más dura de vencer.

    Su indoblegable líder y orgullo local, el general indio del ejército realista Agustín Agualongo, venció varias veces a los ejércitos de Bolívar, incluso recuperó tres veces la ciudad después de la «Navidad Negra». Cuando finalmente fue capturado y los republicanos ofrecieron perdonarle la vida si ponía su incomparable tenacidad a sus servicios, sin vacilar respondió: «¡NUNCA!».

X. P.