sábado, 24 de agosto de 2024

VENEZUELA: DE ESPLENDOROSA PROVINCIA ESPAÑOLA A SUPUESTA VÍCTIMA EX-COLONIAL

Por Xavier Padilla 


Hasta comienzos del siglo XIX, Venezuela fue una provincia española próspera y decente, parte integral del vasto imperio español. Lejos de ser una colonia discriminada, explotada y oprimida, como la historiografía oficial pretende, Venezuela tenía un estatus de provincia y había florecido bajo el amparo de las políticas desarrollistas de la Corona. Esto no se enseña en ninguna parte, ningún sistema educativo lo promueve. En los años previos a la «Revolución de Independencia», el libre comercio de los puertos decretado por el rey Carlos III le había permitido a Venezuela triplicar tanto su población como su economía.

    Contrariamente a la narrativa oficial, que enaltece la gesta independentista como una lucha necesaria contra la opresión colonial, la provincia de Venezuela creció y prosperó económica y culturalmente mucho más que en su período republicano ulterior. Fue precisamente la «independencia», liderada por una élite criolla ambiciosa y oportunista, lo que significó para la mayoría la ruina de una tierra que había sido descrita por Humboldt, apenas diez años antes, en 1800, como «la región más próspera y apacible del planeta».

    El movimiento independentista americano no fue un clamor popular, fue una conspiración secesionista liderada en distintas provincias ultramarinas por figuras como Bolívar, O’Higgins y San Martín, quienes negociaron las riquezas del continente con potencias extranjeras rivales de España, especialmente con Gran Bretaña. Estos caudillos criollos, ni de lejos representantes de la mayoría de la población americana, de hecho tuvieron que apoyarse enteramente en ejércitos mercenarios contratados en el extranjero para luchar contra una sociedad local que permanecía leal a la Corona. Esta extensísima sociedad ultramarina realista, compuesta por todas las clases, incluidas la indígena y la esclava, no sólo veía en la monarquía española una representación históricamente legítima y fundacional, sino una fuente de protección y estabilidad futuras.

    En aquellos tiempos, todos los habitantes de Venezuela, sin importar su origen étnico, se consideraban españoles. No confundamos esta identidad nacional con su diferencia intrínseca de clases, que era por entonces el paradigma universal, la norma societal vigente en el mundo. En Venezuela, el sentido de pertenencia a la nación española era tan mayoritariamente común como natural, y, al igual que otras espontáneas expresiones anteriores de lealtad, esta misma manifestación popular de pertenencia volvió a reflejarse en la participación voluntaria de todos los estratos sociales en las filas de la resistencia realista, incluyendo a negros e indígenas. Estos grupos étnicos también se enlistaron voluntariamente en los ejércitos reales, que eran los que representaban las leyes protectoras de sus derechos sociales. Derechos bien definidos y contemplados en las Leyes de Indias. Aparte de una extensa lista de deberes de manutención asignados al «amo» contemplados en ellas, cuyo incumplimiento era reprendido severamente, en la monarquía española los esclavos podían comprar su libertad y ser tratados como vasallos con plenos derechos, a condición de asumir responsablemente el estatus de autónomos (libertos). Los indígenas, por su parte, gozaban también de una legislación proteccionista especial que les aseguraba tanto su libertad como la propiedad de sus tierras.

    La independencia no trajo consigo la libertad sino el caos. La Venezuela que emergió de las guerras independentistas salió de ellas como una tierra devastada, marcada por la violencia, la expropiación y el saqueo. Las élites, que asumieron el poder de facto, se embarcaron de inmediato y sin interrupción en disputas intestinas que prolongaron durante décadas el pillaje y la miseria. Muy pronto la promesa de un nuevo comienzo incluso dejó de mencionarse.

    Con la destrucción del antiguo orden (por la cual pereció un tercio de la población venezolana y otro tercio emigró por su vida), los revolucionarios se encargaron también de borrar la memoria histórica. La propaganda anti-española, difundida simultáneamente tanto en Europa como en Hispanoamérica, sirvió para reescribir el pasado y justificar la «revolución». En adelante, España fue presentada ante el mundo como el fracaso de una potencia atrasada, explotadora, cruel y sanguinaria, no como la autora de un emprendimiento realmente épico que había cambiado al mundo, dándole entre otras cosas su redondez escondida. Esta manipulación posterior de la historia también sepultó la memoria de una fundamental y voluntaria participación indígena en la construcción del Nuevo Mundo.

    El legado de la independencia en Venezuela es un falso decorado de figuras maquilladas. Los venezolanos no contamos con una identidad hecha de realidades históricas sino de símbolos forjados. No en balde las repúblicas que surgieron en América tras la disolución del imperio español fueron incapaces de replicar la prosperidad y la estabilidad de su era provincial anterior. El continente quedó fragmentado en una serie de Estados rivales, débiles, empobrecidos y endeudados bajo la nueva hegemonía económico-cultural anglosajona, facilitada notablemente por Bolívar. La primera entidad bancaria fundada en Venezuela después de la «independencia» fue el «Banco Colonial Británico», en julio de 1839, esto es, dos años antes que el «Banco Nacional Venezolano». A buen entendedor…

    Posteriormente, el siglo XX trajo a Venezuela oportunidades de prosperidad, pero totalmente inconexas con su pasado «revolucionario». Entre ellas la riqueza petrolera que prometía, cual obra providencial, redimir el pasado y construir un futuro de abundancia. Pero dicha riqueza fácil, caída en manos de un oportunismo atávico, propio de aquella misma élite secesionista del siglo precedente, sólo consiguió con dicho rubro redentor exacerbar los problemas del nuevo país, perpetuando la corrupción y la desigualdad. Los famosos «40 años de democracia», hoy celebrados ingenuamente como una época de progreso, en realidad fueron apenas un breve respiro dentro de la ya larga historia de corrupción y despilfarro republicanos. Habida cuenta de lo detentado ahora por gracia natural, y de los sacrificios padecidos, la población no merecía que dicho período fuera tan efímero. Pero la fuerza de los símbolos, especialmente los erigidos sobre bases históricamente falsas, no es realmente verdadera y no da para construir nada sobre sus hombros; la solidez de una cultura emprendedora, como la prevaleciente durante el período provincial, es irremplazable, y con la llamada «revolución» libertadora la perdimos un siglo y medio antes.

    La historia de Venezuela, desde su «independencia» hasta el presente, es en gran medida una historia de oportunidades perdidas como país, de «viveza criolla» (oportunismo) e indolencia continuada. Se trata de una tendencia idiosincrática a la auto depredación. Todo ello es un subproducto republicano. La libertad es algo más profundo y complejo que un simple arrebato, que un «hacerse con el poder». Nuestra «independencia», que debía traernos libertad y prosperidad, sólo trajo división y ruina.

    Así, no hay nada de qué sorprenderse ante la emergencia dos siglos más tarde de una brutal tiranía como la chavista. Es esto, nada más ni menos, lo que traen precisamente todos los falsos relatos liberticidas, los mismos que se imponen por la fuerza cuando nada de lo que reivindican realmente falta —por bellas y progresistas que parezcan las cartas históricas conservadas—.

    Es así como en nuestro caso sus autores se dieron a la tarea de inventar lo que no faltaba. Bolívar fue, prácticamente solo, quien inventó con su retórica y sus actos que éramos una colonia en vez de una provincia, es decir, quien decretó y quiso probar que existía lo inexistente (la colonia), y quien, para que lo existente (la provincia) no existiera, lo aniquiló. Decidió el lanzamiento de esta guerra civil inventándola de la nada y llamándola por otro nombre. Luego de un buen primer fracaso militar contra un orden popular eminentemente realista, que le salió al paso y lo obligó a huir por mar, regresó por occidente convertido en un Atila psicótico, poseído por la visión mental de una colonia inexistente, decidido a crearla en el acto mismo de aniquilarla. A falta de monstruos contra quienes aplicar su terror jacobino, robesperiano, fue inventándolos a su paso. En 1813, a su llegada a Caracas, escribió: «…marché sin detenerme por las ciudades y pueblos de Tocuyito, Valencia, Guayos, Guacara, San Joaquín, Maracay, Turmero, San Mateo y La Victoria, donde todos los europeos y canarios casi sin excepción, han sido pasados por las armas». Así lo confesó con orgullo neronino en carta al separatista Congreso de la Nueva Granada.

    En términos generales, durante nuestra decente provincia española, sin ser perfecta ni idealizable, no faltaba unión, prosperidad ni libertad. La presente tiranía, cuyo derrocamiento es inexorablemente necesario, debería servirnos como ejemplo a todos los venezolanos para entender las trágicas consecuencias que cualquier falsa historia oficial depara indistintamente en una sociedad. Nos urge entender que esta abominación chavista surgió de una Venezuela a la que se le vendió desde su fundación republicana un relato antiimperialista, cuando ella misma había sido en tanto que provincia una de las mejores obras imperiales de un reino generador y emprendedor, como el español.

    Leo régimen chavista es un burdo coletazo de la tiranía bolivarista, que hace dos siglos decidió unilateralmente, sin consenso social alguno, arrancarnos por la fuerza de España. Así, nuestro país fue arrasado y reconstruido a duras penas al calor de guerras intestinas caudillistas, siempre bajo el yugo balcanizante de la deuda británica, cual una republiqueta entre veinte, con pies de barro y normalizada en la leyenda negra antiespañola, obligada a practicar la amnesia de su irreversible error «independentista».


X. P.