viernes, 17 de marzo de 2023

Malandros Finos, Privilegiados



Por Xavier Padilla 

Los «próceres» usaban un lenguaje que muchos aún no reparan en lo extremadamente demagógico (además de prestado) que era. Les venía al dedillo el delirio francés de unos Derechos del Hombre que despenalizaban el robo y convertían la revolución laica en religión de Estado (y al Estado en rebatiña); el delirio de un racionalismo al servicio de la guillotina; el de un igualitarismo que despedazaba.
    Me preguntan a menudo si Páez, a diferencia de Bolívar, era bueno. Lo siento, nadie se salva. Hay que entender que todos los que participaron de la idea de «independencia» fueron unos traidores y oportunistas que quisieron quedarse con la región y repartírsela. Mejor dicho arrebatársela entre sí como hienas ensangrentadas. Si a ello le llamamos independencia, entonces aplaudamos cualquier secuestro, expropiación, robo, violación y genocidio. Todo junto fue justamente lo que hubo.
    ¿Nos basta con que los «próceres» escribieran bonito? Malandros refinados, privilegiados. Olvidémonos de salvar a nadie y de ver si salvamos con alguno a la república, todos estaban en lo mismo: la traición.
    La república simplemente no se justificaba implantarla porque España no había representado jamás ningún yugo ni despotismo. Ese fue el cuento chino de ciertos mantuanos.
    El despotismo lo tenían ellos (piratas de tierra) contra sus esclavos y subordinados; un despotismo que pusieron al servicio de sus intereses sin vacilación, a la primera oportunidad. El zarpazo lo dieron durante el asedio de Napoleón a la península. Algo, como «gesta», sumamente bajo.
    Ya es hora de que redescubramos la verdadera historia, de que entendamos que la escrita por ellos no tiene un pelo de veracidad; que la falsa grandeza de un mito no convierte en verdad un relato inventado. Ni funda naciones verdaderas. No se logran con el triunfo de ninguna conspiración. Nunca será verdad ningún relato de facto, por impuesto que sea.
    A muchos les encanta ver acariciados sus egos por mitos heroicos, así sean impuestos por el poder (incluso de sanguinarias tiranías). Les basta, para considerarlos como verdades, que tales mentiras les enaltezcan el gentilicio. Ni hablar cuando se trata de los supuestos descendientes de estos seres semi-divinos. Comienzan a sentir dicha grandeza correr por sus venas. Adoptan un tono magnánimo, como poseídos de una personalidad trascendental. Son casos irrecuperables, psiquiátricos. Descubrir la verdad ya no los salva, los mata.
    Mejor que ni se enteren de que todo comenzó en Europa; de que la mentada inmortalidad de sus ancestros viene de un asunto mucho más pedestre; que la susodicha gloria en realidad bajó desde Gran Bretaña, Holanda, Francia y Alemania por los puentes de la masonería y el protestantismo. Un verdadero elixir de aguas negras. De conflagración geopolítica extranjera. 
Muy variopinta, y nada pintoresca.
    «Próceres» cipayos locales promovidos desde otras tierras. ¿Sus estatuas en el viejo continente? Una promesa.
    Neo-iluminados de la selva, suerte de pre-pagos aspirantes a europeos. ¿No había ya susurrado un influencer de la época al oído de un niño rico (cuya arrogancia no le cabía en el pecho): «Hispanoamérica ya está lista para la libertad»?
    Dandis ultramarinos que apenas machucaban el inglés y el francés, pero que hablaban bellamente en sus cartas y proclamas la lengua cervantina, mientras perpetraban sus genocidios fraticidas y parricidas, hoy llamados hazañas.
    A muchos ahora, repito, les basta la pomposidad de tales documentos. No captan la demagogia de sus frases, meros parches para tapar atrocidades. Nuestra república no es el resultado de una gesta gloriosa independentista, sino de una vergonzosa conspiración separatista. Nació por violación y somos, por ende, un país bastardo e inventado a cuya población sobreviviente se le practicó una amputación total de la memoria y se le implantó otra. Por eso no sabemos quienes somos.
    Nos cambiaron nuestro origen provincial hispanoamericano (junto con lo importante que ello era en el mundo) por una falsa historia de mancillada y atrasada colonia española. Inferiorizados, quedamos optimizados para la nueva hegemonía anglosajona.
    Pero éramos provincia, no colonia, y cada provincia era, ella misma, España, es decir una versión de aquella nación imperial y múltiple, virreinal y diversa, la más novedosa y próspera del planeta.
    Por definición había más novedad en el Nuevo Mundo que en el viejo. La metrópolis estaba más interesada en el desarrollo de esta novedad allende el Atlántico que en el rancio revanchismo europeo, sobre todo el de los auto iluminados decimonónicos en desespero. Esto a la Corona no le interesaba para nada, llevaba tres siglos construyéndose otro universo nuevo, con éxito.
    Pero llegó el horror, nuestro continente quedó arrasado, desmembrado tras las guerras. Venezuela perdió un tercio de su población, los «patriotas» saquearon hasta las iglesias. Bolívar mismo asesinó a un montón de curas en Angostura, sus tropas violaron, saquearon, quemaron en toda la región templos con gente dentro. En cuatro días exterminó a 2.400 prisioneros civiles a machetazos y en hogueras. Porque no sólo había importado para su personal guerra la casi totalidad de sus tropas, sino también —y sobre todo— la ideología de la revolución francesa, el terror de Marat, el infernal Comité de Seguridad (el mismo que había ordenado quince años antes el exterminio de la Vendée y que sin duda también inspiró a Bolívar el ordenar el de Pasto). Leamos el parte de guerra del general francés Westermann a dicho Comité:
    «No hay más Vendée, ciudadanos republicanos. Ella murió bajo nuestra espada libre, con sus esposas e hijos. La acabo de enterrar en los pantanos y bosques de Savenay. Siguiendo las órdenes que me diste, aplasté a los niños bajo los cascos de los caballos, masacré a las mujeres que, al menos ellas, ya no darán a luz a bandoleros. No tengo un prisionero que recriminarme. Lo borré todo. Un líder de los bandoleros, llamado Désigny, fue asesinado por un sargento. Todos mis húsares tienen jirones de estandartes de bandoleros en las colas de sus caballos. Los caminos están sembrados de cadáveres. Son tantos que, en varios lugares, forman pirámides. Hay fusilamientos constantes en Savenay, porque a cada momento hay bandoleros que pretenden hacerse prisioneros. Kléber y Marceau no están. No hacemos prisioneros, porque habría que darles el pan de la libertad y la piedad no es revolucionaria».
    ¿Se entiende entonces que el salvajismo de Boves tal vez no era gratuito? Lo precedía el Decreto de Guerra a Muerte. ¿No había dicho ya Bolívar sin rubor alguno: «Después de la batalla campal de Tinaquillo [del 31 de julio 1813] marché sin detenerme por las ciudades y pueblos de Tocuyito, Valencia, Guayos, Guacara, San Joaquín, Maracay, Turmero, San Mateo y La Victoria, donde todos los europeos y canarios casi sin excepción han sido pasados por las armas»?
    Pero la sanguinaria, claro, era España, la de sus abuelos…
    Bolívar hizo triunfar por las armas la leyenda negra anti española, no la libertad, y a su «independencia» lógicamente sólo pudieron seguirle cien años de guerras intestinas por el poder. Y luego otros cien de corrupción.
    Henos, pues, como sólo podíamos estar.

¿Qué nos sorprende?

X. P.