Por Xavier Padilla
Absolver a Bolívar por ser humano es la coartada que mantiene vivo su mito. Decir que Bolívar era humano no lo desmonta, lo consagra. Es la humanidad como excusa. Es el último truco del culto a Bolívar. Sí, el argumento del «ser humano» es la trampa más eficaz de un bolivarismo acomplejado, ya incapaz de asumirse ante la creciente crítica emergente (no sólo en el medio académico, sino popular). Bolívar no se desmonta diciendo que era hombre, sino desmascarando su mito. Reducir a Bolívar a «un ser humano» es el último engaño para seguir adorándolo que postulan como tesis los guardianes del culto. La frase «Bolívar era un hombre» no desmonta nada: blinda todo aún más en torno al símbolo. Absolver a Bolívar por ser humano es como perdonar al mito por ser mito.
Ese humanismo desmitificador de Bolívar es la nueva máscara de su culto. Hay una legión de historiadores disfrazados de desmontadores del mito. Se presentan como iconoclastas, pero no son más que bolivaristas atrincherados. No saben cómo seguir cultivando la idolatría ante las pruebas que algunos autores, desde Salvador de Madariaga hasta Pablo Victoria, han ido sacando a la luz. (Incluyendo mi modesto aporte.) Entonces recurren a un truco gastado: insistir en que Bolívar no fue un dios, sino un ser humano. Con ese gesto se exhiben como críticos audaces, cuando en realidad no han movido ni una piedra del edificio que dicen cuestionar.
Es una jugada fácil. Nadie en su sano juicio pensó nunca que Bolívar fuese un robot venido del futuro ni un extraterrestre que descendió a libertar planetas. Decir que era un hombre es tan trivial como anunciar que tenía pulmones o que necesitaba dormir. Pero la obviedad se vende como si fuera revelación, y la operación se completa cuando se usa esa humanidad como absolución: si fue cruel, también lo somos todos; si fue contradictorio, no hay hombre que no lo sea; si fue tirano, peor sería el que jamás dudó de sí mismo. El razonamiento se cierra como un círculo perfecto: era humano, y por tanto todo se vuelve excusable.
Lo deshonesto —la trampa— consiste en hacer pasar esta reducción por desmitificación. El resultado no es un Bolívar desmontado, sino barnizado con otra pátina: ya no es el dios marmóreo, ahora es el héroe de carne y hueso, entrañable en sus flaquezas. El culto se preserva, incluso se fortalece, porque parece más cercano, más real, más accesible. La operación se parece a uno de esos intentos de la iglesia «carismática» para recuperar a una feligresía menguante.
No es desmontaje, sino maquillaje. El monstruo queda absuelto por la sola condición de haber sido hombre, como si a Nerón se lo absolviera por haber tenido hambre o a Calígula por haber amado alguna vez.
Quien así escribe no arriesga nada. No ofende a los guardianes del culto, porque sigue reconociendo a Bolívar como figura central e intocable, y al mismo tiempo seduce al lector crítico con la ilusión de haber roto el hechizo. Lo que produce es un simulacro de crítica: un juego de espejos donde la idolatría se mantiene intacta, sólo disfrazada de humanismo.
El problema nunca fue si Bolívar era humano. El problema es qué hizo con esa humanidad, cómo usó el poder, qué ruinas dejó en pie, qué heridas abrió y qué extravío sembró en las generaciones. El culto evade esas preguntas y se refugia en sentimentalismos psicológicos. Hablar de humanidad en abstracto no toca el fondo del asunto, porque lo que se erigió sobre su figura no es un recuerdo piadoso, sino un dogma político que aún paraliza a los pueblos.
El desmontaje verdadero no consiste en descubrir arrugas en el rostro de un ídolo. Exige medir la distancia entre la imagen y las consecuencias históricas de los actos. Exige señalar que el mito no se sostiene porque haya tenido defectos humanos, sino porque su recuerdo fue convertido en dogma. Y frente a un dogma, la indulgencia no basta, se necesita una crítica radical que arranque de raíz el prestigio, no que lo disimule con sonrisas indulgentes.
Es fútil dejarse atrapar en la obviedad de que Bolívar era un hombre. Sólo una renuncia total a estos manoseos humanizantes permitirá ver que lo que hubo en realidad fue un proceso de demolición disfrazado de independencia, y una figura erigida como máscara de esa catástrofe. Lo demás es un juego retórico para entretener incautos.
X. P.