ALGO MUCHO PEOR QUE LA OBRA DE UN HUMANO IMPERFECTO
Por Xavier Padilla
La actual desgracia de Venezuela tiene muchas causas, pero todas están en la historia, en nuestra esencia como país. Devinimos república POR LA FUERZA. Fuimos secuestrados y así lo hemos estado desde la «independencia». Arrancados de raíz por falsos pretextos. Por una falacia, por un inconfesable oportunismo. Por una irreparable traición. Detrás estuvo una élite criolla auto proclamada «libertadora» antiimperialista, pero en alianza con imperios extranjeros. Todo proviene de tales predios liberticidas: la «independencia» y los libertadores. Justo lo que acabó con nuestra libertad y progreso como próspera provincia imperial.
El caso de Bolívar es bastante peor de lo que podría ser excusado con la lisonjera apología de que fue «un hombre de carne y hueso que cometió errores». Ojalá lo suyo fuese algo tan razonable y pintoresco como eso. Estamos hablando de un hombre de extraordinarios talentos, lo cual agrava sus errores y aumenta su responsabilidad. Y por ende dicha apología no aplica. Los suyos son errores imposibles para el hombre ordinario. Tienen muy poco de prosaicos. Están muy por encima de los comunes. A él le quedan grandes las excusas corrientes del hombre pequeño.
Para poner todo en su justa dimensión, empecemos por donde todo empieza: la idea misma de «independencia», que es entonces algo así como decir que su vida misma fue un error, si le damos importancia a su título de Libertador. Poco importa lo duro y sacrificado que haya sido lograr la independencia si la misma era de por sí un error, porque si la falta de libertad no era el problema, entonces la solución no podía ser la independencia. La solución de un problema falso es un error absoluto, como dijo Ortega.
A los venezolanos, por haber nacido en la tierra donde «la independencia» es, más que un patrimonio moral sagrado, todo un monumento en sí mismo, jamás se nos ocurrió sospechar que detrás de nuestra «independización» de España pudiera no haber en realidad una España cruel ni ningún yugo déspota y sanguinario. Difícil allí, en nuestra tierra, por no decir imposible, tener siquiera la ocasión de dudar de tales valores, ya no sólo literalmente intangibles e intocables, sino incuestionables por defecto; son allí censurados de ante mano a la sospecha. ¿No deberían por ello mismo ser tan sospechables? Tal vez sea indispensable haber vivido fuera de Venezuela para percatarse de la realidad subyacente de un entorno nada subliminal, nada disimulado, nada discreto, y en cambio brutalmente impuesto, asfixiante y a la cara, de plazas y monumentos, de cantar obligatorio el himno a la entrada y a la salida del colegio, de escucharlo a diario en 4 horarios, de lemas y frases del libertador estampados por doquiera, o grabados para su difusión omnímoda por voces salidas de los estudios del Olimpo; y una presencia tridimensional infaltable, no como los ojitos de Chávez, sino con el «padre» entero en cada rincón y plaza, con o sin caballo. Bolívar, el santo vigilante de su prole libertada, de plaza en plaza y pueblo en pueblo. Guzmán Blanco, arquitecto, agente inmobiliario y numismático de nuestra memoria, tan masón como Simón, regente póstumo de su herencia afrancesada y antiespañola, demoledor de edificios hispanos en pro del estilo galo. Lo central, rendir tributo a Bolívar, a aquel a quien todos los que se repartían o disputaban todo, le debían todo. En nuestra república, todos los hombres de poder debieron siempre todo a él, todos sus poderes, incluida esa gran capacidad de rapiña y posesión, originada con Simón. Sin libertador, ninguna libertad para depredar; sin independencia, ninguna licencia para expropiar. Al comienzo para vengar al del «yugo del imperio», es decir, aquella brisita observadora en el cogote, incómoda para contrabandear y abusar de los esclavos, porque vaya desgracia la de los mantuanos, la de ser menos «libres» que los británicos y los franceses para tales fines. Oh injusticia provincial. Por eso en república la independencia había que erigirla ella misma en monumento. Y había también que poblar la tierra hacía medio siglo arrasada por los próceres, aún medio vacía de gente, con estatuas a la independencia. Hacer la independencia templo, materia, cuerpo. Llenarla de héroes guardianes y convertir a la Patria en una alegoría al Padre, ella misma. No a la inversa. Crear la intimidante, imponente parafernalia marcial de símbolos y mártires en la que ningún niño, hombre ni anciano no creyese. Pero otra cosa, otro tema, otro asunto muy distinto es que la muy cacareada independencia hubiese valido lo que costó; es decir, que siquiera fuese cierta…
En lo que a nosotros respecta, henos aquí a los hijitos prometidos de la República futura sumando ya varias generaciones gestados en la misma placenta, en la misma ignorancia amniótica acerca de tan falsa «gesta». ¿Pero pueden ser eternos los mitos sin reposar en verdades? Las leyendas, todas, parece que sí. Pueden ser incluso ilimitadas, como las fantasías que narran. Más grande y más dicha la mentira, más seguro pasa por verdad verídica. A la leyenda negra anti española, creada en Europa por los imperios rivales, había que volverla cierta. Le venía como anillo al dedo al mantuano afrancesado de 1810, productor contrabandista, frustrado por la vigilancia de la Real Hacienda. Oh pobres querubines de pecho, que no tenían la libertad necesaria para tal «empresa».
Qué decepcionantemente vulgar resulta ser en realidad nuestro origen republicano, cuán patanezco el pretendido grito de libertad de aquella «provincia oprimida». Cuán bajas fueron las pasiones que engendraron a la gran «causa». A tan mezquinos intereses y ambiciosas apetencias se reduce el quid revolucionario, la excusa victimista del oportunismo mantuano. No había otra razón para la independencia que adueñarse del comercio, legitimar el contrabando. Bajo la Corona estaba centralizada la economía, pero en quasi perfecta ganancia y privilegios para el propietario, tanto que se había triplicado la misma en las dos décadas precedentes a la primera «independencia». Pero para los grandes terratenientes, nada era suficiente. ¿No era mejor ser dueños de TODO? Sólo había que tomar prestadas las excusas ideológicas a la revolución francesa, y esperar la oportunidad napoleónica. Montar entonces la conjura con la participación británica y su mano de obra mercenaria. También alemana, francesa, irlandesa. Estaba aún fresco el resentimiento inglés contra España, por haberle Bernardo de Gálvez (49° virrey de Nueva España) fraguado su decisiva derrota en Estados Unidos, consolidando éste su independencia, pasando de colonias a nación. Nosotros no necesitábamos de ninguna revolución, fuimos siempre nación sin pasar por colonización, provincia imperial de pura cepa. Pero bienvenida pues Gran Bretaña al auxilio de esta minoría de apátridas, a cambio de riquezas inmediatas.
Con Bolívar, acaudalado productor y cuantioso propietario de esclavos, había pacto garantizado. En un principio vía Miranda. Luego solo, a sus anchas. Hay que saber que el astuto sedicioso caraqueño vendía, por supuesto, de cara a la provincia razones propagandísticas muy distintas para la independencia. Una de ellas era prácticamente un «hit»: sus ridículos «300 años de yugo español», que causó la risa entre dientes hasta en los conjurados. Pero de nada se privaba ni nada detenía al odiador serial de pardos, futuro exterminador de indígenas y curas dominicanos. Tenía que legitimar el contrabando, llegar a la cúspide de una gloria imperial, soberana, napoleónica en su lucha antiimperialista (vaya usted a entender la ensalada).
Maestro en el doble discurso, su bella libertad para americanos era sólo la de comerciar con otros reinos, sin Estado español que le respirase en sus nucas, sin ese asfixiante ejercicio civilizante de una política católica en protección de las clases inferiores; mejor la libertad, la de dejar todo a la rosquita de unos cuantos mantuanos. Para ello estaban todos los mercenarios del universo, ingleses, irlandeses, alemanes, y también unos DDHH importados, franceses («expropiación o guillotina»). No es una pesadilla prechavista, sino una pesadilla superior. ¿El saldo 15 años más tarde? Un tercio de la población venezolana aniquilada, otro tercio en diáspora. Un continente balcanizado. La que una vez fuera «la tierra más próspera y apacible del planeta», según Humboldt, y la primera economía del mundo, ahora era una triste y desolada zona de escombros y peligros, un teatro tropical del horror donde el mal superó sus límites; una cultura y un patrimonio hecho trizas. Iglesias y museos saqueados, universidades perdidas. La gran independencia de unos cuantos, para no saber qué hacer con ella, salvo disputarse los desechos de un triunfo sin cosecha, ahora también sin nada más que responder, ni saber, sino entregarse a otras guerras intestinas por cien años. Aciaga independencia, la de una codicia interminable. Sombría libertad, la de tan absurdos daños. Todo lo alcanzado en aquella proeza inmensa llamada Nuevo Mundo (en cuyas virtudes los ambiciosos no quisieron ver más que defectos y limitaciones a sus avaros intereses), ido al carajo.
Fue esta gentecilla la que fundó los verdaderos ranchos mentales del futuro, la que nos sembró en el atraso. Gentuzilla, más bien, condenada a encubrir por siempre que su victoria fue un fracaso, una derrota rotunda, un error craso. Su negación de las virtudes del imperio, jamás pudo probarla con su independencia. Nosotros, 200 años más tarde, de dichas virtudes no pudimos siquiera enterarnos. A tal punto fuimos convertidos por ósmosis en defensores, sin saberlo, de una revolución fraticida, parricida y matricida, que no vemos el terrible resultado. Somos hispanófobos de cuna sin saberlo, arrancados a nuestra raíz, admiradores de un tirano pueril elevado a rango quasi divino, negador obtuso del Nuevo Mundo, al cual confundió con otra de sus haciendas. Ese mismo demonio que fue capaz de ordenar pasar por las armas a todos los enfermos de un hospital; a todos los civiles que día tras día rechazaban reclutamiento; a 69 españoles sin juicio; a 600 prisioneros en Acarigua; a 1.253 prisioneros civiles en La Guaira, Caracas y Valencia (aunque según Ricaurte fueron 2.400); a los náufragos de un barco en Margarita; a todos los prisioneros de Boyacá; a la población indígena de Pasto; a asesinar a varias docenas de curas en Angostura; a todos los españoles civiles a su paso por pueblos y ciudades, en lo que se llamó su «campaña admirable». Su figura y la de sus secuaces encarnaba el terror, causaba un trauma colectivo que se traducía en respeto, luego en admiración, y finalmente en culto. Doscientos años después, el que vivamos entre una mezcla de ignorancia y de buena voluntad natural hacia nuestros ancestros nos convierte en defensores compulsivos de esa horrenda tragedia. Pero podemos descubrir la verdad siguiéndole la pista a la cadena de intereses que remonta el tiempo indefectiblemente de élite en élite; y leyendo también la extensa literatura existente (desconocida en Venezuela, como es de comprenderse) sobre la leyenda negra.
Negamos a España, no sabemos nada de ella, la confundimos con el país actual en la península ibérica, que es víctima de la misma leyenda; incluso solemos lamentarnos de no haber sido colonizados por otros imperios en vez del español, sin advertir que jamás fuimos colonizados, pues no existíamos aún como nación. Sin advertir tampoco que durante la conquista, que fue una conquista por las armas, como todas las conquistas, los nativos muchas veces pactaron una nueva civilización con los conquistadores, y en tal sentido ésta también fue su conquista, una en la que juntos acordaban protegerse sus derechos, incluidos los rangos de nobleza indígena, mientras unidos a los españoles se enfrentaban a las etnias caníbales, que en nuestra ignorancia y progresismo indigenista asumimos como pura fantasía; el mismo indigenismo que habla de una población precolombina de 60 millones (90 millones, según el antropólogo Hugo Chávez), cuando lo cierto es que hoy la población indígena es superior a la de entonces y desmiente todo genocidio. Ya en su tiempo Bolívar (por quien sí hubo, manu-propia, un hispanicidio), se ridiculizó aludiendo al exterminio de unas gentes exóticas que los habitantes de las ciudades veían a menudo aparecer en ellas con sus plumas y pieles pintadas, hablando lenguas no europeas. Según él no existían, insistiendo en su exterminación anterior por los conquistadores. Pero era lo repetido en Europa, y lo que el tonto útil del Viejo Mundo rival antihispánico reproducía en América al caletre. Lo sabemos por buena fuente, porque afortunadamente había otros hombres de talento en nuestra refinada y amada provincia del reino, fieles a la nación y a quienes la providencia dio la ocasión de relatar el otro lado de las cosas. Durante todo el siglo XIX y todo el XX el libro Recuerdos Sobre la Rebelión de Caracas, escrito y publicado en Madrid en 1829, cuando Bolívar aún vivía, fue marginado por la Academia Nacional de la Historia de Venezuela, por tratarse del relato de un mulato venezolano realista, sin pelos en la lengua, y quizás con más talento literario que el propio Bello. Podríamos preguntarnos si Bolívar alcanzó a leerlo, y si no serían las verdades allí expuestas, en una prosa bien superior a la suya, uno de los motivos de peso moral que lo llevara a la tumba.
X. P.
PD: Descargar esta joya aquí en su edición original:
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