miércoles, 3 de febrero de 2021

PARA TERMINAR CON EL MITO DE LA ESCLAVITUD COLONIAL EN VENEZUELA


PARA TERMINAR CON EL MITO DE LA ESCLAVITUD COLONIAL EN VENEZUELA 

Por Xavier Padilla 

Para  terminar con el mito de la esclavitud colonial en Venezuela, tan útil a la retórica de cartón en que se funda nuestra Republiqueta, tomad papel y lápiz:

En 1810 el ejército de la Corona en Venezuela estaba compuesto por 3 mil europeos y 10 mil americanos. Casi todos estos militares americanos eran indios y mulatos, zambos o negros libres, pero no esclavos. Los esclavos de esta provincia española, que eran un poco más de 70 mil, eran realistas. Pero de ellos sólo unos 10 mil tomaron las armas para defender a la Corona ulteriormente, cuando hubo que hacerlo. Eso sí, todos al ejército español y a las filas de Boves.

    Esta lealtad de los indios y de los negros (esclavos o no) fue siempre la más terrible bofetada, el más terrible desmentido al discurso revolucionario de los llamados «patriotas». Sólo un insignificante número de esclavos traidores a su clase abandonó su condición para seguir a estos farsantes. La casi totalidad de los que tomaron las armas lo hizo en defensa del Rey.

    Ello es consecuencia lógica del trato y los beneficios de que gozaban en Venezuela. El concepto y práctica de la esclavitud no eran los conocidos en Europa. Las leyes españolas diferían de las leyes y prácticas de aquellos gobiernos coloniales. Y fue esta diferencia la que produjo la gran lealtad de los esclavos hacia el régimen monárquico. ¿Pero cómo es posible semejante contrasentido? Simplemente tenemos una imagen equivocada de los imperios, los creemos de un solo tipo: el depredador.

    Ignoramos, y nunca imaginamos, que también existe otro tipo de Imperio: el generador. Tenemos una visión maniquea de la historia y al parecer hay intereses que han hecho predominar en la sociedad nuestra imperiofobia. En el caso de Venezuela, toda valoración positiva de su «independencia» depende de una valoración negativa del imperio español.

    ¿Pero fue realmente un imperio cruel o se trata de una demonización al servicio de la narrativa independentista? ¿Es siempre la versión del vencedor necesariamente cierta, o es más bien un complemento previsible en su ejercicio del poder? En otras palabras, ¿ganan siempre los buenos? O mejor aun, ¿sólo triunfa la verdad?

    La historia real se verifica en los hechos, no en el relato de quienes vencieron en algún conflicto bélico y escribieron la historia. Ello no significa que los justos no puedan vencer, pero los hechos también pueden ser deliberadamente sepultados por quienes detentan el poder institucional para hacerlo si no se corresponden con la narrativa del vencedor que les legó dicho poder. Para ello está la revisión factual, la investigación histórica, objetiva de los hechos.

    Como podemos imaginar, por definición la idea misma de revisión histórica no carece de detractores y es también demonizada sistemáticamente. Lo cual, lejos de hacer de la revisión histórica un tabú constituye un incentivo para emprenderla.

    La consideración de todas las fuentes históricas es un deber de principio y el ejercicio de tal deber demuestra que las fuentes más incuestionables no siempre son las más conocidas ni las más «oficiales». Incidentalmente, en Venezuela contamos con una fuente factual especialmente importante por su solidez testimonial, por su veracidad histórica y su coherencia y racionalidad argumentativa. Pero es de las que no peinan al poder post-independentista en el sentido de su pelambre, y por ello éste la mantuvo fuera del conocimiento público en nuestro país por 192 años.

   José Domingo Díaz es esta fuente. Una sólo conocida de los historiadores venezolanos y administrada por la Academia Nacional de la Historia. Deliberadamente restringida al ámbito de esta institución eminentemente bolivarista, se trata sin embargo de la fuente que cuestiona y derrumba todo el aparato republicano. José Domingo Díaz es el testigo criollo mejor informado e implicado de la época, no sólo por su activismo periodístico y otras iniciativas que tomó en medio de las guerras secesionistas —que hoy conocemos como «de independencia»—, sino por habernos legado en 1829 un libro explosivo que el poder republicano supo ocultar desde entonces. El autor tuvo además, en sus desempeños previos al conflicto, a su disposición durante años los archivos oficiales de la Provincia de Venezuela (¡los de todo un siglo!).

    Es así como este testigo clave de nuestra historia nos cuenta en su obra Recuerdos Sobre la Rebelión de Caracas (1829) —entre muchas otras cosas de una importancia tan incalculable como desconocida por los venezolanos— lo siguiente a propósito de la esclavitud:


« Sólo el nombre del rey les ha hecho soltar la azada y el arado, para tomar la lanza y el fusil. El ejército de Boves, en la segunda batalla de La Puerta, contaba un gran número de ellos que voluntariamente se habían presentado a su ser­vicio, y que volvieron a sus labores del campo y al de sus amos concluida la campaña, sin que nada les hubiese detenido. Esta conducta, que parece un fenómeno de la sociedad, fue la conse­cuencia necesaria de los bienes que gozaban en Venezuela, en esa esclavitud que espanta en Europa; porque no la han considerado bajo las leyes españolas en aquellos países, sino bajo el terrible gobierno colonial de los extranjeros. Aquellas leyes que son el modelo de un gobierno paternal, y la expresión de los sentimientos más generosos de un soberano debieron producir, como produjeron, tan noble y constante adhesión de los esclavos hacia él. Los esclavos de Venezuela no eran aquellos seres degradados que se ven en otros países, y sobre los cuales sus amos tienen aún el derecho de vida. Ellos en su condición eran tan felices cuanto era posible serlo. Sus tareas eran tan moderadas, que un esclavo activo las concluía para las doce del día. El resto de él y todos los de fiesta estaban a su disposición. Cada cabeza de familia tenía como de su propiedad, en el mismo terreno de su dueño, aquel espacio que podía cultivar, sin que éste pudiese disponer de sus frutos ni de su trabajo. Era una propiedad tan sagrada como la del hom­bre libre. Los amos estaban obligados a darles diariamente su correspondiente alimento, y a asistirlos en sus enfermedades, pagando cuanto era necesario a su asistencia; y a suministrarles anualmente dos vestuarios completos para el trabajo, y uno para los días festivos. Los amos estaban también obligados a asistir debidamente a las negras en sus partos, cuyas tareas se disminuían proporcionalmente según su estado. Los amos también lo estaban para satisfacer a los curas párrocos todos los derechos parroquiales de bautismos, entierros, etc., los cuales eran un equivalente de la cantidad con que les contribuían bajo el nombre de estipen­dio. Esta cantidad era generalmente de doscientos pesos fuertes anuales [20.000 €] por aquella denominación, y cincuenta [5.000 €] para la oblata. Se repartía entre todos los dueños de las haciendas de la parroquia, y regularmente tocaba a dos reales o dos reales y medio [200 € o 250 €] por cada esclavo. Los amos estaban del mismo modo obligados a defender en justicia a sus esclavos en todas sus acciones civiles criminales, pagando todos los costos que se ofreciesen. El que se desentendía legalmente de esta obligación, se des­prendía del derecho de propiedad. El esclavo era en cierto modo considerado como un menor. Era muy posible que algunos amos quisiesen ejercer para con sus escla­vos mayores derechos que los que las leyes les señalaban; y para impedir este abuso, ellas les habían designado un protector de su justicia. Los síndicos procuradores de los ayuntamientos tenían este encargo, que desempeñaban con vigor e integridad. Los castigos correccionales de los esclavos no dependían del arbitrio de los amos; estaban igualmente designados por las leyes y ordenanzas, y la Real Audiencia vigilaba en su cumplimiento sin respetos ni consideraciones [hacia la nobleza ni la burguesía]. En fin, los esclavos de Venezuela no eran aquellos cuya pintura se hace en la Europa, las leyes españolas los protegían, y desde su alto trono soberanos conocidos en todo el mundo por su religión, piedad y beneficencia velaban en su felicidad. ¡Cuán dignamente ellos han correspondido!».


Ahí tenemos, pues, otro mito más del republicanismo bolivarista echo trizas. El «cruel esclavajismo español» es una burda ficción. La «independencia»: doscientos años de falso discurso igualitarista, antiimperialista, indigenista e hispanófobo.

    Algunos pensarán que el testimonio de José Domingo Díaz es una apología de la esclavitud. Para información de quienes hoy, desde el siglo XXI, estiman inconcebible siquiera la defensa de cualquier forma de esclavitud, la trata de esclavos era en el siglo XIX (y en todos los anteriores a él en la historia universal) corriente y no comenzaba en los imperios sino a nivel doméstico en el propio África y por los africanos.

    Contrariamente a lo diseminado por la leyenda negra anti española, ni la compra ni el comercio de esclavos fueron actividades representativas del imperio español. No siendo un imperio depredador o de extracción, sino generador y civilizatorio, no instaló en América colonias (que son verdaderos campos de concentración) sino que fundó provincias (o territorios para la expansión del reino), donde evolucionar él mismo como Nuevo Mundo, más siéndolo que poseyéndolo.

    Por eso la construcción de universidades, por eso la cristianización, por eso el mestizaje. Por eso todo lo que no hace ningún imperio depredador, como de hecho no lo hizo ninguno de los otros imperios en sus colonias, en sus campos de concentración.

    Gran Bretaña, mientras exterminaba —ella sí— a la población local (razón por la cual virtualmente no hay en Estados Unidos población nativa ni mestizaje) construyó su primera universidad —Harvard — en 1636, dieciséis años después de llegar a las costas norteamericanas, y estaba reservada exclusivamente a los asentamientos anglosajones, al hombre blanco; eso fue 98 años después de la primera universidad fundada por España en América. Gran Bretaña no fundó su segunda universidad en América sino 53 años después de la de Harvard. Pero desde 1538 España venía fundando universidades a razón de una nueva por década. Para 1810 el número de universidades españolas en América excedía el de todas las existentes en Europa entera.

    El español peninsular re-localizado en el continente no sólo no escapaba a la fusión de razas y culturas sino que lo tenía así encargado desde los inicios de la conquista, por la reina Isabel de Castilla. La educación no era para el hombre blanco sino para todos, incluyendo su heterogénea familia, ahora compuesta de blancos, negros, indios y todo lo intermedio.

    Sólo la nobleza y la burguesía se cuidaban del mestizaje, y es precisamente de un reducto de esta élite que surgió la sedición secesionista. Pero aparte de esta minoría oportunista, entre cuyas motivaciones anti imperialistas estaba deshacerse de la estresante vigilancia y protección de la Real Audiencia sobre los derechos de sus esclavos, éstos gozaban de suficiente bienestar como para defender su calidad de vida, lo cual estaban dispuestos a hacer a través de la defensa del Reino, ese estado protector que les garantizaba techo, alimento, vestido, propiedad, salud y… cierta libertad.

    Quién sabe si tal vez debamos el desarrollo de la gran riqueza musical afrovenezolana y otras expresiones artísticas, en parte a esa «cierta libertad» que sólo puede ser consecuencia de una suerte de vanguardismo político, de un proyecto imperial sui generis cuyo cristianismo (base de la doctrina moral Occidental, declinada en humanismo) ya estaba cristalizado a nivel jurídico a comienzos del siglo XIX (Leyes de Indias), dando resultados plenamente positivos a una altura óptima de la historia, cuando irrumpió desafortunadamente en nuestra patria la nefasta influencia del «terror revolucionario» francés (más de 200 mil guillotinados, sumados a más de 300 mil civiles exterminados en el genocidio de La Vandée, a nombre de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789).

    Fue cuando en Venezuela un grupúsculo mantuano pudo entonces hacerse amo y señor —al estilo revolucionario galo— de la provincia exterminando a poblaciones civiles enteras al grito de «tierra arrasada», liderado por la ambición de un bipolar napoleónico de manufactura británica: Bolívar. La flamante «independencia» acabó con la exuberancia de aquella tierra, «la más apacible y próspera del planeta», tan admirada por Humboldt en el año 1800.

    Adiós para siempre las cartas directas del Rey, ocupándose personalmente de la justicia y el mérito en sus provincias ultramarinas, como aquella misiva Real en que rechaza con su firma las objeciones mantuanas contra el estatus de «Señoras» acordado por él mismo previamente a las hermanas Vejarano, tres negras esclavas caraqueñas cuyos prodigios en el arte de la repostería les valiera la fundación de una empresa, una patente y una celebridad local (ahora monarcal). Adiós a todo ello…

    La República en cambio evidenció su fracaso al no superar el nivel de vida anterior a la «independencia», que contrariamente a lo prometido por sus próceres ni siquiera se dignó abolir la esclavitud.

    El único legado de la «independencia» y de su resultante republiqueta (que junto a las otras 19 sólo consiguió la balcanización y el ínter rivalismo del continente —aparte de la muerte de un tercio de la población venezolana—) es un culto bolivarista hueco, anti histórico, preciado indistintamente por ambos chavismo y socialdemocracia: esos dos esperpentos negrolegendarios que reflejan nuestra presente bárbara desgracia.


X. P.

1 comentario:

Savenda dijo...

Excelente resumen.